miércoles, 10 de agosto de 2016



           EDUCACIÓN DEL HOMBRE BURGUÉS 

Estudiantes del Eton College

Por: Aníbal Ponce

Es bien sabido que, en el asalto definitivo al mundo feudal, fue el ala derecha la que impuso sus consignas, y aunque la pequeña burguesía consiguió arrastrarla bajo el impulso de Robespierre hasta sus consecuencias extremas, no es menos cierto que este control no estuvo mucho tiempo entre sus manos. Tan pronto como la burguesía consiguió triunfar, pudo verse en efecto que la “humanidad” y la “razón” de que tanto había alardeado, no eran más que la humanidad y la razón “burguesas”. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano la “propiedad” aparecía inmediatamente después de la “libertad”, entre los derechos “naturales e imprescriptibles”.  Y por si acaso el segundo artículo de la Declaración que tal cosa aseguraba pudiera prestarse a equívocos, el último artículo volvía a insistir en que la propiedad era “un derecho inviolable y sagrado”. Un decreto fechado el 14 de junio de 1791 declaraba, además, que toda coalición obrera era “un atentado a la libertad y a la declaración de los derechos del hombre”, punible con quinientas libras de multa y la pérdida por un año de los derechos de ciudadanía activa...

Las grandes palabras se desvanecían; los ideales “magníficos” dejaban al descubierto la pobre realidad mezquina. La Revolución que se había iniciado con un llamado clamoroso a los “hijos de la patria”, había terminado en beneficio exclusivo de los “hijos de la industria”...

Las masas explotadas por la antigüedad y el feudalismo no habían hecho, en efecto, nada más que pasar a un nuevo amo. Para que la burguesía realizara su desarrollo prodigioso no bastaba que el comercio creciera y el mercado se ensanchara hasta abarcar el mundo entero. Era necesario, además, que ejércitos compactos de obreros libres se presentaran a ofrecer sus brazos al burgués. A fines del siglo XV y comienzos del XVI ese “obrero libre” apareció en la historia. La ruina del mundo feudal liberaba sus siervos, como la ruina del mundo antiguo liberó sus esclavos. De una parte, el empobrecimiento de los señores feudales les obligó a disolver sus huestes, a liquidar sus mesnadas; de otra, el enriquecimiento de la burguesía arrojó de sus propiedades a los pequeños labradores para convertir sus tierras en praderas de los ganados. En otro tiempo, cierto es, obreros libres habían ofrecido en el mercado su trabajo; en Grecia, como en Roma, como en la Edad Media. Pero el campesino libre anterior al siglo XVI que ofrecía su trabajo durante cierto tiempo, tenía un rincón de tierra que era suyo y del cual podía vivir en caso extremo. El trabajo asalariado era para él, una ayuda, una ocupación subsidiaria. Desde el siglo XVI, en cambio, el asalariado momentáneo se había convertido en asalariado hasta su muerte. Nada tenía ya para vivir, fuera de su fuerza de trabajo.

Otro fenómeno de una importancia extrema comenzó a manifestarse al mismo tiempo. Cuando la producción de mercancías —es decir, la elaboración de productos destinados no al consumo propio sino al cambio— alcanzó determinado desarrollo, una nueva forma de apropiación apareció en el mundo. En la forma de apropiación llamada por Marx, “capitalista”, el obrero ya no se apropia el fruto de su trabajo. En un principio el obrero cambiaba el objeto que él había producido por otro objeto producido en igual forma y de valor equivalente. Con la creación del comercio mundial y la aparición de masas enormes de “obreros libres” que ofrecían en venta su fuerza de trabajo, los cimientos de un nuevo régimen aparecieron: un régimen en el cual lo que el capitalista da al obrero en cambio de lo producido por su fuerza de trabajo es extraordinariamente inferior a lo que lo producido vale. Es decir, el capitalista se apodera, sin retribuirla, de una parte considerable del trabajo ajeno, y el salario con el cual dice que “paga” a sus obreros sólo sirve a éstos para mantener su propia vida, para reponer su fuerza de trabajo y volvérsela a vender al capitalista en iguales condiciones. Al pasar pues del feudalismo a la burguesía, las masas se encontraban todavía peor que antes. Pero su situación no le importaba a los nuevos amos ni un ardite. Formar individuos aptos para la competencia del mercado, ése fue el ideal de la burguesía triunfadora. Lógico ideal de una sociedad en que la sed de la ganancia lanzaba a los hombres unos contra otros en un tropel de productores independientes. Producir, y producir cada vez más para conquistar nuevos mercados y aplastar a algún rival, ésa fue desde entonces la única preocupación de la burguesía triunfadora. Que ninguna traba obstaculice su comercio, que ningún perjuicio paralice su industria. Si para asegurar un nuevo mercado hay que arrasar con poblaciones enteras, que así sea; si para no interrumpir el trabajo de las máquinas es menester que se incorporen como obreros las mujeres y los niños, que así sea también.

Consecuente con la clase que representaba, ya vimos que Rousseau (1712—1778) no pensó para nada en la educación de las masas sino en la educación de un individuo suficientemente acomodado como para permitirse el lujo de costear un preceptor. Su Emilio es, un efecto, un joven rico, que vive de sus rentas y que no da un solo paso sin que lo acompañe su maestro.

Hijo de un peluquero, Basedow había sido preceptor en su juventud del hijo de un gran señor. Pero deseoso de aplicar en mayor escala las ideas de Rousseau, consiguió del príncipe Leopoldo Federico, la ayuda necesaria para fundar un instituto, su famoso Filantrópino (1774). El fin de la educación consistía, según él, en formar “ciudadanos del mundo y en prepararlos a una existencia útil y feliz”. ¿Cómo se preparaban esos “ciudadanos del mundo”? Es lo que vamos a escuchar del mismo Basedow. Distinguía, ante todo, dos tipos de escuelas: una, para los pobres; otra para los hijos de los más eminentes ciudadanos. “Sin inconvenientes se pueden separar las escuelas grandes (populares) de las pequeñas (para ricos y clases medias) porque es muy grande la diferencia de hábitos y de condición entre las clases a las cuales van destinadas. Los hijos de las clases superiores deben y pueden comenzar temprano su instrucción, y como deben ir más lejos que los otros están obligados a estudiar más... Los niños de las grandes escuelas (populares) deben en cambio, en conformidad con el objeto de su instrucción, disponer por lo menos la mitad de su tiempo para los trabajos manuales, para que no se vuelvan torpes en una actividad que no es tan necesaria sino por motivos de salud”. En las “grandes escuelas”, dice después, los maestros deben enseñar no sólo a leer, escribir y contar, sino también los deberes propios de las clases populares”. Pero como en esas escuelas un solo maestro debía atender a la instrucción de numerosos escolares de edades muy distintas, y surgían por lo tanto graves dificultades de orden técnico, Basedow se consolaba con estas palabras sencillas y tremendas: “Por fortuna, los niños del pueblo necesitan una instrucción menor que los demás y deben dedicar la mitad de su día a los trabajos manuales.” Me parece que no se necesita mucho más para comprender en cuál de las escuelas se podían formar los “ciudadanos del mundo”: mientras en las escuelas populares la instrucción, “por fortuna”, debía ser exigua; en las otras por el contrario, se castigaban los vicios o los defectos, “transformando una hora de estudios en una hora de trabajo manual”.


Filangieri (1752—1788), ¿no se expresaba en forma parecida? En su Ciencia de la legislación puede leerse, en efecto: “El agricultor, el herrero, etc., no necesitan más que una instrucción fácil y breve para adquirir aquellas nociones que son necesarias para su conducta civil y asegurar los progresos de su arte. No podría decirse lo mismo de los hombres destinados a servir a la sociedad con sus talentos. ¡Qué diferencia entre el tiempo que necesita la instrucción de los unos y el que requiere la instrucción de los otros!” “La educación pública —decía en otra ocasión— exige para ser universal que todos los individuos de la sociedad participen en la educación, pero cada uno según las circunstancias y su destino. Así el colono debe ser instruido para ser colono y no para ser magistrado. Así el artesano debe recibir en la infancia la instrucción que pueda alejarlo del vicio, conducirlo a la virtud, el amor de la patria, al respeto de las leyes y a facilitarle los progresos de su arte, pero no la que necesita para dirigir la patria y administrar el gobierno. La educación pública, en resumen, para ser universal, requiere que todas las clases tengan la misma parte.”





¿QUÉ ES EL SER HUMANO?


Respuesta 1.

Felipe Fernández Armesto
Para entender al ser humano hay que compararlo con otros animales. Los animales tienen historia hasta cierto punto. Es una cuestión de grado, no de esencia. Pero nada comparado con la nuestra: tan intensa, tan variada, tan llena de sucesos. He llegado a la conclusión de que el motor del cambio es la imaginación, y esta juega un papel importante en la cultura. Los humanos imaginamos un mundo distinto del que vivimos y trabajamos para alcanzarlo. Planteo la tesis de que esa increíble imaginación humana procede de la unión de dos facultades evolucionadas. Una es la memoria, que es la capacidad de ver lo que ya no está. En el caso de la memoria humana, su magia es que es muy falaz. Distorsionamos los hechos que recordamos. Por eso la falsa memoria es creativa. El segundo ingrediente es la anticipación, una facultad que nos permite ver lo que aún no está. Mientras que la memoria humana es débil y falaz, nuestra facultad de anticipación es superdotada, está por encima de la de otros animales. Los cazadores tienen que anticipar la situación de la presa y sus movimientos. Esa combinación de memoria falsa y anticipación aguda da lugar a que seamos lo que llamo animales imaginativos.

La doctrina tradicional que asegura que los seres humanos somos superiores está muy cuestionada. Tenemos que ajustarnos mentalmente a una nueva situación, más igualitaria, entre las especies. Creo que los humanos tenemos ciertas capacidades mejor adaptadas para la vida humana, pero si fuéramos a la selva nosotros seríamos los tontos. La inteligencia es una cualidad muy relativa. Los chimpancés dominan nuestro lenguaje con gran certeza, mientras nosotros parecemos sordomudos cuando intentamos comunicarnos con ellos con su propio lenguaje. Ni en términos de inteligencia ni de lenguaje está el caso tan claro. Hay animales culturales, en el sentido de que tienen conductas que no son instintivas, sino que se desarrollan por aprendizaje.


Respuesta 2:


Michael Foucault
«En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. Al tomar una cronología relativamente breve y un corte geográfico restringido -la cultura europea a partir del siglo XVI- puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha rondado durante largo tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos. De hecho, entre todas las mutaciones que han afectado al saber de las cosas y su orden, el saber de las identidades, las diferencias, los caracteres, los equivalentes, las palabras -en breve, en medio de todos los episodios de esta profunda historia de lo Mismo- una sola, la que se inició hace siglo y medio y que quizá está en vías de cerrarse, dejó aparecer la figura del hombre. Y no se trató de la liberación de una vieja inquietud, del paso a la conciencia luminosa de una preocupación milenaria, del acceso a al objetividad de lo que desde hacía mucho tiempo permanecía preso en las creencias o en las filosofías: fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin. Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena»



Respuesta 3.


Steven Pinker
SOMOS NUESTRO CEREBRO.  Steven Pinker es profesor de Psicología en la Universidad de Harvard y autor de varios textos imprescindibles: Cómo funciona la mente (Destino, 2004) y La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana (Paidós, 2003), entre otros. En La tabla rasa, Pinker analiza todos los nuevos conceptos evolucionistas para intentar encontrar el origen biológico de la naturaleza humana y —no menos importante— para intentar saber por qué esta visión ha sido tildada de cínica y ha sido negada históricamente. «A mucha gente le molesta la idea de que la mente humana sea un producto de la evolución, porque ésta es una visión cínica que requiere que los humanos sean violentos y competitivos», explica el profesor Pinker. «La mayoría de biólogos evolucionistas creen, por ejemplo, que el altruismo surgió por evolución en los seres humanos, porque si dos personas se hacen favores, ambos obtienen mejores resultados que si se comportan de un modo egoísta. Por tanto, la evolución también puede verse como la fuente del sentido moral y de las tendencias sociales positivas: la capacidad de amar, las emociones de la simpatía, la gratitud, la lealtad... todas estas emociones positivas son productos de la evolución, y se han desarrollado junto a los aspectos negativos de nuestra naturaleza». Se trata de concebir nuestra mente —y no sólo nuestro cuerpo— como producto de la evolución. Pero ¿qué es en realidad la evolución? Llamamos evolución al conjunto de cambios que se producen como consecuencia de la selección natural; y la selección natural no es sino la selección de aquellos genes que proporcionan un comportamiento más adecuado al entorno en el que se vive. Por tanto, la interacción genes-entorno es la clave, y también el centro de un debate importante. Imaginemos un jugador ante un videojuego. El jugador responderá a las exigencias del juego y, dependiendo de lo que éste requiera, se convertirá en un jugador más táctico o más agresivo. Pero... ¿hasta qué punto se convertirá en un jugador táctico o agresivo? ¿No será que está utilizando habilidades tácticas o agresivas de las que ya disponía? Este es el debate: genes versus entorno. ¿Qué determina en mayor grado nuestra naturaleza: el mundo exterior o la información genética? Eduardo Punset El alma está en el cerebro. Ed. Aguilar, Madrid 2006 Steven Pinker piensa que no tiene mucho interés preguntarse qué es más importante, los genes o el entorno. «Sí: no es una pregunta muy relevante porque, si no fuera porque los genes nos proporcionan un cierto tipo de cerebro, el entorno no tendría ningún efecto trascendente. Un gato y un niño pueden crecer en el mismo entorno y, sin embargo, se desarrollan de forma diferente. ¿Por qué? Porque el gato tiene unos genes que le hacen responder a unas partes del entorno diferentes de aquellas a las que responde un niño. Los seres humanos no son como los juguetes mecánicos, que están en el mundo sin procesar ningún tipo de información. Lo que los genes nos proporcionan es la capacidad de reaccionar de forma inteligente a nuestro entorno en formas particulares». Cuando se completó el Proyecto Genoma Humano, se descubrió que en el genoma humano había sólo unos treinta mil genes. Algunos pensaron que semejante escasez genética no era suficiente para construir un gran cerebro, y demostraba que debemos de tener mucho espacio para el libre albedrío. Esta supuesta falta de material genético alimenta lo que se ha llamado «el mito del fantasma en la máquina»: la creencia de que las personas estamos habitadas por un alma inmaterial, responsable del libre albedrío y que no puede reducirse al funcionamiento del cerebro. Es una idea muy antigua y enraizada que está en el trasfondo, por ejemplo, de la polémica por el uso de células madre. ¿Los embriones de los que proceden estas células están ya provistos de alma y, por tanto, son ya una persona... o todavía no? Es la idea de que somos algo más que moléculas. Además, treinta mil genes es una cifra semejante a la de otras especies menos complejas. Por tanto, parece que estamos ante una prueba irrefutable de que el principal escultor de la naturaleza humana es el entorno porque, simplemente, no hay genes suficientes para construir algo tan complejo como nuestra mente. Esta afirmación podría ser cierta si aceptamos que esos treinta mil genes no pueden construir un cerebro como el que poseemos. Steven Pinker piensa que esa idea es una falacia: «Hay otros organismos, como la lombriz de tierra, que tiene veinte mil genes, y no nos gustaría pensar que este pequeño gusano tiene más libre albedrío que nosotros. Lo importante es cómo se expresan los genes, la receta particular por la que los genes construyen estructuras biológicas de determinadas maneras en momentos determinados del desarrollo embrionario». Por tanto, no es una cuestión de la cantidad de genes, sino de cómo operan dichos genes. A los humanos nos gusta pensar que tenemos un cuerpo (que incluye el cerebro) y una mente o alma. Y nos encanta creer que esa mente, alma o espíritu controla de algún modo nuestro cerebro, del mismo modo que una persona controla un ordenador. Sin embargo, lo cierto es que «todos los fenómenos que siempre hemos pensado que correspondían al alma, las emociones, la moralidad, el razonamiento, la percepción, la experiencia, todos, consisten en actividades fisiológicas en los tejidos cerebrales. La neurociencia demuestra que no se trata de que nosotros tengamos un cerebro, sino de que nosotros somos nuestro cerebro». 

Respuesta 4. 
Miguel de Unamuno
El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado. 

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Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre
Lo que determina a un hombre, lo que le hace un hombre, uno y no otro, el que es y no el que no es, es un principio de unidad y un principio de continuidad. Un principio de unidad primero en el espacio, merced al cuerpo, y luego en la acción y en el propósito. Cuando andamos, no va un pie hacia adelante y el otro hacia atrás; ni cuando miramos, mira un ojo al Norte y el otro al Sur, como estemos sanos. En cada momento de nuestra vida tenemos un propósito, y a él conspira la sinergia de nuestras acciones. Aunque al momento siguiente cambiemos de propósito. Y es en cierto sentido un hombre tanto más hombre cuanto más unitaria sea su acción. Hay quien en su vida toda no persigue sino un solo propósito, sea el que fuere.
Y un principio de continuidad en el tiempo. Sin entrar a discutir —discusión ociosa— si soy o no el que era hace veinte años, es indiscutible, me parece, el hecho de que el que soy hoy proviene, por serie continua de estados de conciencia, del que era en mi cuerpo hace veinte años. La memoria es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo. Se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir.
Todo esto es de una perogrullería chillante, bien lo sé; pero es que, rodando por el mundo, se encuentra uno con hombres que parece no se sienten a sí mismos.