EDUCACIÓN DEL HOMBRE BURGUÉS
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Estudiantes del Eton College |
Por: Aníbal Ponce
Es bien sabido que, en el asalto definitivo al
mundo feudal, fue el ala derecha la que impuso sus consignas, y aunque la
pequeña burguesía consiguió arrastrarla bajo el impulso de Robespierre hasta
sus consecuencias extremas, no es menos cierto que este control no estuvo mucho
tiempo entre sus manos. Tan pronto como la burguesía consiguió triunfar, pudo verse
en efecto que la “humanidad” y la “razón” de que tanto había alardeado, no eran
más que la humanidad y la razón “burguesas”. En la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano la “propiedad” aparecía inmediatamente después de la
“libertad”, entre los derechos “naturales e imprescriptibles”. Y por si acaso el segundo artículo de la
Declaración que tal cosa aseguraba pudiera prestarse a equívocos, el último artículo
volvía a insistir en que la propiedad era “un derecho inviolable y sagrado”. Un
decreto fechado el 14 de junio de 1791 declaraba, además, que toda coalición
obrera era “un atentado a la libertad y a la declaración de los derechos del hombre”,
punible con quinientas libras de multa y la pérdida por un año de los derechos
de ciudadanía activa...
Las grandes palabras se desvanecían; los
ideales “magníficos” dejaban al descubierto la pobre realidad mezquina. La
Revolución que se había iniciado con un llamado clamoroso a los “hijos de la
patria”, había terminado en beneficio exclusivo de los “hijos de la
industria”...
Las masas explotadas por la antigüedad y el
feudalismo no habían hecho, en efecto, nada más que pasar a un nuevo amo. Para
que la burguesía realizara su desarrollo prodigioso no bastaba que el comercio
creciera y el mercado se ensanchara hasta abarcar el mundo entero. Era
necesario, además, que ejércitos compactos de obreros libres se presentaran a
ofrecer sus brazos al burgués. A fines del siglo XV y comienzos del XVI ese
“obrero libre” apareció en la historia. La ruina del mundo feudal liberaba sus
siervos, como la ruina del mundo antiguo liberó sus esclavos. De una parte, el
empobrecimiento de los señores feudales les obligó a disolver sus huestes, a liquidar
sus mesnadas; de otra, el enriquecimiento de la burguesía arrojó de sus
propiedades a los pequeños labradores para convertir sus tierras en praderas de los
ganados. En otro tiempo, cierto es, obreros libres habían ofrecido en el
mercado su trabajo; en Grecia, como en Roma, como en la Edad Media. Pero el
campesino libre anterior al siglo XVI que ofrecía su trabajo durante cierto
tiempo, tenía un rincón de tierra que era suyo y del cual podía vivir en caso
extremo. El trabajo asalariado era para él, una ayuda, una ocupación
subsidiaria. Desde el siglo XVI, en cambio, el asalariado momentáneo se había
convertido en asalariado hasta su muerte. Nada tenía ya para vivir, fuera de su
fuerza de trabajo.
Otro fenómeno de una importancia extrema comenzó
a manifestarse al mismo tiempo. Cuando la producción de mercancías —es decir,
la elaboración de productos destinados no al consumo propio sino al cambio—
alcanzó determinado desarrollo, una nueva forma de apropiación apareció en el
mundo. En la forma de apropiación llamada por Marx, “capitalista”, el obrero ya
no se apropia el fruto de su trabajo. En un principio el obrero cambiaba el
objeto que él había producido por otro objeto producido en igual forma y de
valor equivalente. Con la creación del comercio mundial y la aparición de masas enormes de “obreros libres” que
ofrecían en venta su fuerza de trabajo, los cimientos de un nuevo régimen
aparecieron: un régimen en el cual lo que el capitalista da al obrero en cambio
de lo producido por su fuerza de trabajo es extraordinariamente inferior a lo
que lo producido vale. Es decir, el capitalista se apodera, sin retribuirla, de
una parte considerable del trabajo ajeno, y el salario con el cual dice que
“paga” a sus obreros sólo sirve a éstos para mantener su propia vida, para
reponer su fuerza de trabajo y volvérsela a vender al capitalista en iguales
condiciones. Al pasar pues del feudalismo a la burguesía, las masas se encontraban
todavía peor que antes. Pero su situación no le importaba a los nuevos amos ni
un ardite. Formar individuos aptos para la competencia del mercado, ése fue el
ideal de la burguesía triunfadora. Lógico ideal de una sociedad en que la sed
de la ganancia lanzaba a los hombres unos contra otros en un tropel de
productores independientes. Producir, y producir cada vez más para conquistar
nuevos mercados y aplastar a algún rival, ésa fue desde entonces la única
preocupación de la burguesía triunfadora. Que ninguna traba obstaculice su
comercio, que ningún perjuicio paralice su industria. Si para asegurar un nuevo
mercado hay que arrasar con poblaciones enteras, que así sea; si para no
interrumpir el trabajo de las máquinas es menester que se incorporen como
obreros las mujeres y los niños, que así sea también.
Consecuente con la clase que representaba, ya
vimos que Rousseau (1712—1778) no pensó para nada en la educación de las masas
sino en la educación de un individuo suficientemente acomodado como para
permitirse el lujo de costear un preceptor. Su Emilio es, un efecto, un joven
rico, que vive de sus rentas y que no da un solo paso sin que lo acompañe su maestro.
Hijo de un peluquero, Basedow había sido
preceptor en su juventud del hijo de un gran señor. Pero deseoso de aplicar en mayor
escala las ideas de Rousseau, consiguió del príncipe Leopoldo Federico, la
ayuda necesaria para fundar un instituto, su famoso Filantrópino (1774). El fin
de la educación consistía, según él, en formar “ciudadanos del mundo y en prepararlos
a una existencia útil y feliz”. ¿Cómo se preparaban esos “ciudadanos del
mundo”? Es lo que vamos a escuchar del mismo Basedow. Distinguía, ante
todo, dos tipos de escuelas: una, para los pobres; otra para los hijos de los
más eminentes ciudadanos. “Sin inconvenientes se pueden separar las escuelas grandes
(populares) de las pequeñas (para ricos y clases medias) porque es muy grande
la diferencia de hábitos y de condición entre las clases a las cuales van
destinadas. Los hijos de las clases superiores deben y pueden comenzar temprano
su instrucción, y como deben ir más lejos que los otros están obligados a
estudiar más... Los niños de las grandes escuelas (populares) deben en cambio,
en conformidad con el objeto de su instrucción, disponer por lo menos la mitad
de su tiempo para los trabajos manuales, para que no se vuelvan torpes en una
actividad que no es tan necesaria sino por motivos de salud”. En las “grandes
escuelas”, dice después, los maestros deben enseñar no sólo a leer, escribir y
contar, sino también los deberes propios de las clases populares”. Pero como en
esas escuelas un solo maestro debía atender a la instrucción de numerosos
escolares de edades muy distintas, y surgían por lo tanto graves dificultades
de orden técnico, Basedow se consolaba con estas palabras sencillas y
tremendas: “Por fortuna, los niños del pueblo necesitan una instrucción menor que
los demás y deben dedicar la mitad de su día a los trabajos manuales.” Me
parece que no se necesita mucho más para comprender en cuál de las escuelas se
podían formar los “ciudadanos del mundo”: mientras en las escuelas populares la
instrucción, “por fortuna”, debía ser exigua; en las otras por el contrario, se
castigaban los vicios o los defectos, “transformando una hora de estudios en una hora de trabajo
manual”.
Filangieri (1752—1788), ¿no se expresaba en
forma parecida? En su Ciencia de la legislación puede leerse, en efecto: “El
agricultor, el herrero, etc., no necesitan más que una instrucción fácil y
breve para adquirir aquellas nociones que son necesarias para su conducta civil
y asegurar los progresos de su arte. No podría decirse lo mismo de los hombres
destinados a servir a la sociedad con sus talentos. ¡Qué diferencia entre el
tiempo que necesita la instrucción de los unos y el que requiere la instrucción
de los otros!” “La educación pública —decía en otra ocasión— exige para ser
universal que todos los individuos de la sociedad participen en la educación, pero
cada uno según las circunstancias y su destino. Así el colono debe ser
instruido para ser colono y no para ser magistrado. Así el artesano debe
recibir en la infancia la instrucción que pueda alejarlo del vicio, conducirlo
a la virtud, el amor de la patria, al respeto de las leyes y a facilitarle los
progresos de su arte, pero no la que necesita para dirigir la patria y
administrar el gobierno. La educación pública, en resumen, para ser universal,
requiere que todas las clases tengan la misma parte.”