¿NOS INTERESA LA VERDAD?
Tomado del libro El mundo y sus demonios.
por: Carl Sagan
¿Nos interesa la verdad? ¿Tiene alguna importancia? ... donde la ignorancia es una bendición es una locura ser sabio, escribió el poeta Thomas Gray. Pero ¿es así?

Edmund Way Teale, en su libro
de 1950 Círculo de las estaciones, planteó mejor el dilema:
Moralmente es tan malo no querer saber si algo es verdad o no, siempre que
permita sentirse bien, como lo es no querer saber cómo se gana el dinero
siempre que se consiga.
Por ejemplo, es descorazonador descubrir la corrupción y la
incompetencia del gobierno, pero ¿es mejor no saber nada de ello?
¿A qué
intereses sirve la ignorancia? Si los humanos tenemos, por ejemplo, una
propensión hereditaria al odio a los forasteros, ¿no es el autoconocimiento el
único antídoto? Si ansiamos creer que las estrellas salen y se ponen para
nosotros, que somos la razón por la que hay un universo, ¿es negativo el
servicio que nos presta la ciencia para rebajar nuestras expectativas?
En La genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche, como tantos antes
y después, critica el «progreso ininterrumpido en la autodesvalorización del
hombre» causado por la revolución científica. Nietzsche lamenta la pérdida
de la «creencia del hombre en su dignidad, su unicidad, su insustituibilidad
en el esquema de la existencia». Para mí es mucho mejor captar el universo
como es en realidad que persistir en el engaño, por muy satisfactorio y
reconfortante que sea. ¿Qué actitud es la que nos equipa mejor para
sobrevivir a largo plazo? ¿Qué nos da una mayor influencia en nuestro
futuro? Y si nuestra ingenua autoconfianza queda un poco socavada en el
proceso, ¿es tan grande la pérdida, en realidad? ¿No hay motivo para darle la
bienvenida como una experiencia que hace madurar e imprime carácter?
Descubrir que el universo tiene de ocho mil a quince mil millones de
años y no de seis mil a doce mil mejora nuestra apreciación de su alcance y
grandeza; mantener la idea de que somos una disposición particularmente
compleja de átomos y no una especie de hálito de divinidad, aumenta cuando
menos nuestro respeto por los átomos; descubrir, como ahora parece posible,
que nuestro planeta es uno de los miles de millones de otros mundos en la
galaxia de la Vía Láctea y que nuestra galaxia es una entre miles de millones más, agranda majestuosamente el campo de lo posible; encontrar que
nuestros antepasados también eran los ancestros de los monos nos vincula al
resto de seres vivos y da pie a importantes reflexiones —aunque a veces
lamentables— sobre la naturaleza humana.
Sencillamente, no hay vuelta atrás. Nos guste o no, estamos atados a
la ciencia.
Lo mejor sería sacarle el máximo provecho. Cuando finalmente lo
aceptemos y reconozcamos plenamente su belleza y poder, nos
encontraremos con que, tanto en asuntos espirituales como prácticos; salimos
ganando.
Pero la superstición y la pseudociencia no dejan de interponerse en el
camino para distraer a todos los «Buckiey» que hay entre nosotros,
proporcionar respuestas fáciles, evitar el escrutinio escéptico, apelar a
nuestros temores y devaluar la experiencia, convirtiéndonos en practicantes
rutinarios y cómodos además de víctimas de la credulidad. Sí, el mundo sería
más interesante si hubiera ovnis al acecho en las aguas profundas de las
Bermudas tragándose barcos y aviones, o si los muertos pudieran hacerse con
el control de nuestras manos y escribirnos mensajes. Sería fascinante que los
adolescentes fueran capaces de hacer saltar el auricular del teléfono de su
horquilla sólo con el pensamiento, o que nuestros sueños pudieran predecir
acertadamente el futuro con mayor asiduidad que la que puede explicarse por
la casualidad y nuestro conocimiento del mundo.
Todo eso son ejemplos de pseudociencia. Pretenden utilizar métodos
y descubrimientos de la ciencia, mientras que en realidad son desleales a su
naturaleza, a menudo porque se basan en pruebas insuficientes o porque
ignoran claves que apuntan en otra dirección. Están infestados de credulidad.
Con la cooperación desinformada (y a menudo la connivencia cínica) de
periódicos, revistas, editores, radio, televisión, productores de cine y
similares, esas ideas se encuentran fácilmente en todas partes. Mucho más
difíciles de encontrar, como pude constatar en mi encuentro con el señor
«Buckiey», son los descubrimientos alternativos más desafiantes e incluso
más asombrosos de la ciencia.
La pseudociencia es más fácil de inventar que la ciencia, porque hay
una mayor disposición a evitar confrontaciones perturbadoras con la realidad
que no permiten controlar el resultado de la comparación. Los niveles de
argumentación, lo que pasa por pruebas, son mucho más relajados. En parte
por las mismas razones, es mucho más fácil presentar al público en general la
pseudociencia que la ciencia. Pero eso no basta para explicar su popularidad.
Naturalmente, la gente prueba distintos sistemas de creencias para
ver si le sirven. Y, si estamos muy desesperados, todos llegamos a estar de lo
más dispuestos a abandonar lo que podemos percibir como una pesada carga
de escepticismo. La pseudociencia colma necesidades emocionales poderosas que la ciencia suele dejar insatisfechas. Proporciona fantasías sobre poderes
personales que nos faltan y anhelamos (como los que se atribuyen a los
superhéroes de los cómics hoy en día, y anteriormente a los dioses). En
algunas de sus manifestaciones ofrece una satisfacción del hambre espiritual,
la curación de las enfermedades, la promesa de que la muerte no es el fin.
Nos confirma nuestra centralidad e importancia cósmica. Asegura que
estamos conectados, vinculados, al universo. A veces es una especie de
hogar a medio camino entre la antigua religión y la nueva ciencia, del que
ambas desconfían.
En el corazón de alguna pseudociencia (y también de alguna religión
antigua o de la «Nueva Era») se encuentra la idea de que el deseo lo convierte
casi todo en realidad. Qué satisfactorio sería, como en los cuentos infantiles y
leyendas folclóricas, satisfacer el deseo de nuestro corazón sólo deseándolo.
Qué seductora es esta idea, especialmente si se compara con el trabajo y la
suerte que se suele necesitar para colmar nuestras esperanzas. El pez
encantado o el genio de la lámpara nos concederán tres deseos: lo que
queramos, excepto más deseos. ¿Quién no ha pensado —sólo por si acaso,
sólo por si nos encontramos o rozamos accidentalmente una vieja lámpara de
hierro— qué pediría?
Recuerdo que en las tiras de cómic y libros de mi infancia salía un mago con
sombrero y bigote que blandía un bastón de ébano. Se llamaba Zatara. Era
capaz de provocar cualquier cosa, lo que fuera. ¿Cómo lo hacía? Fácil. Daba
sus órdenes al revés. O sea, si quería un millón de dólares, decía «seralód ed
nóllim, nú emad». Con eso bastaba. Era como una especie de oración, pero
con resultados mucho más seguros.
A los ocho años dediqué mucho tiempo a experimentar de esta guisa,
dando órdenes a las piedras para que se elevasen: «etavéle, ardeip». Nunca
funcionó. Decidí que era culpa de mi pronunciación.