"Las cosas que menos tienen sentido suelen suceder a los ojos de todos, bajo el mediodía de la razón"
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Ilustración de John Kenn. |
Texto 1.
Entiendo
que me imponen silencio, pero la palabra es nueva para mí, y como no conozco su
sentido y sus complicaciones, mi inquietud aumenta. La confusión de las lenguas
es un componente fundamental del modo de vivir aquí abajo; se está rodeado por
una perpetua Babel en la que todos gritan órdenes y amenazas en lenguas que
nunca se han oído, y ¡ay de quien no las coge al vuelo! Aquí nadie tiene
tiempo, nadie tiene paciencia, nadie te escucha; los que hemos llegado últimos
nos reunimos instintivamente en los rincones, contra las paredes, para
sentirnos con la espalda materialmente resguardada. Renuncio, pues, a hacer
preguntas y en breve me hundo en un sueño amargo y tenso. Pero no es un
descanso: me siento amenazado, hostigado, a cada instante estoy a punto de
contraerme con un espasmo de defensa. Sueño y me parece que estoy durmiendo en
mitad de una calle, de un puente, atravesado en una puerta por la que pasa
mucha gente. Y aquí llega, ¡qué rápidamente!, el despertar. El barracón se
sacude desde los cimientos, las luces se encienden, todos se agitan a mi
alrededor en una actividad frenética repentina: sacuden las mantas levantando
nubes de polvo fétido, se visten con prisa febril, corren afuera al hielo del
aire exterior a medio vestir, se precipitan a las letrinas y los lavabos; muchos,
como animales, orinan mientras corren para ganar tiempo porque dentro de cinco
minutos empieza la distribución del pan, del pan–Brot–Broit–chleb–pain–
lechem–kenyér, del sagrado pedacito gris que parece gigantesco en manos de tu
vecino y pequeño hasta echarse a llorar en las tuyas. Es una alucinación
cotidiana a la que uno termina por acostumbrarse: pero en los primeros tiempos
es tan irresistible que muchos de nosotros, luego de discutir por parejas sobre
la propia evidente y constante mala suerte y la escandalosa buena suerte del
otro, acabamos por intercambiar nuestras raciones, con lo que la ilusión se
reproduce de manera inversa dejando a todos contentos y frustrados.
Tomado del libro "Si esto es un hombre" de Primo Levi
Texto 2
He leído últimamente una serie de
nuevas investigaciones sobre el holocausto y los campos de concentración, entre
las que destaca el gran libro de Nikolaus Wachsmann KL, y me he percatado de
que, como la mayoría de la gente, era víctima del error de creer que esos
campos eran un lugar de exterminio. No lo eran, sino organizaciones
industriales gestionadas con criterios económicos peculiares, pero muy racionales
para obtener los máximos beneficios. En realidad, todo el sistema de dominación
nazi estaba pensado según esos principios. La ocupación de territorios del
Este, en Polonia y Rusia, se organizó para lograr la máxima producción de
alimentos que proveerían a los ejércitos alemanes. Del mismo modo, los más de
siete millones de prisioneros y trabajadores forzados extranjeros que había en
el Reich estaban dedicados a producir. Cuando los polacos que trabajaban en los
campos alemanes regresaron a su país, al fin de la guerra, no quedaba nadie
para cultivar la tierra, de modo que los aliados se vieron forzados también a
hacer trabajar a los prisioneros de guerra para paliar el hambre. Todo, hasta
la propia aniquilación de los judíos, se pensó con criterios de rentabilidad.
El protocolo de la conferencia de Wannsee de 20 de enero de 1942, que planeaba
la eliminación final de los judíos de Europa, preveía que once millones de
judíos fueran evacuados hacia un destino indefinido, en Rusia o más allá.
Conducidos en grandes columnas, separados por sexos, se les haría construir
carreteras. “No hay duda -añadía el protocolo- que se perderá una gran
proporción de ellos a consecuencia de la selección natural. Los que queden
necesitarán un tratamiento adecuado, porque sin duda representan la parte más
resistente y se podrían transformar en el germen de una resurrección judía
(pruebas de ello hay en la historia)”.
Pero la mejor muestra de racionalidad económica la tenemos en los
grandes campos de concentración, donde, según cálculos de Wachsmann, murieron
1.700.000 personas (menos de la tercera parte de los seis millones de víctimas
del holocausto). El secreto de su rentabilidad era utilizar hasta el
agotamiento unos trabajadores que costaban muy poco de mantener y que eran exterminados
cuando dejaban de ser útiles, como lo eran también la mayor parte de los hijos
de las trabajadoras en las guarderías de las fábricas. Eliminar los costes
improductivos garantizaba una alta competitividad. Josep Fontana
Texto 3
27 de octubre de 1976. Estambul. Cerca del puente, en la parte europea. En pleno mediodía la densidad humana es casi insoportable. Miles de caras arriba y abajo. ¿Cómo fijarse en una? Pero de pronto me quedo paralizado observando una de ellas. Es un viejo delgado, tanto que casi se confunde con el zócalo en el que se apoya. Es un vendedor de agua. A sus pies, a la sombra de un tenderete, tiene su mercancía. Casi nadie lo mira. Los que lo miran creo que siquiera lo ven. No tiene importancia alguna. Es un rostro del pasado. A mí, no sé por qué razón, me parece que en esto estriba su poder, su enorme poder, circunstancia que ya he apreciado en otras ciudades ante otros vendedores de agua. El vendedor de agua no vende solamente agua, sino que ofrece un hilo invisible que mantiene unido los milenios.
Tomado de Rafael Argullol, “la crisálida, en Visión desde el fondo del mar”, Barcelona, Acantilado, 2010, p. 39.
Texto 2.
Cuál es el argumento más importante que
utiliza el autor para defender su idea de que los campos de concentración no
eran campos de exterminio?
Cuál era el objetivo principal previsto por
el Protocolo de la Conferencia de Wannsee?
En qué se basó fundamentalmente la
racionalidad económica de los campos de concentración según el texto?
Texto 3.
Porqué el vendedor de agua resulta llamativo
para el narrador?
Resuma en una frase la historia que se narra
en el texto
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