
El cerebro en una cubeta
Imaginad que un científico diabólico hubiera sometido a un experimento a un ser humano. Se habría extraído del cuerpo el cerebro de la persona y colocado en un recipiente con nutrientes que mantendría con vida el cerebro. Las terminaciones nerviosas estarían conectadas a una computadora super científica capaz de provocar en la persona la ilusión de que todo es completamente normal. Parecería haber gente, objetos, el cielo, etc.; pero en realidad todo lo que la persona experimentaría sería el resultado de impulsos que van desde la computadora hasta las terminaciones nerviosas.
¿Se trata de una pesadilla de ciencia ficción? Tal vez, pero eso es exactamente lo que diríamos si fuéramos un cerebro metido en una cubeta. Si nuestro cerebro estuviera en un recipiente en vez de en el cráneo, cada una de nuestras experiencias sería exactamente igual que si hubiéramos vivido en un cuerpo real inmerso en el mundo real. El mundo circundante —esta silla, el libro que sostenéis con las manos, y las propias manos— forma parte de la ilusión, la poderosísima computadora del científico introduce en vuestros cerebros los pensamientos y las sensaciones. Probablemente no creáis ser un cerebro flotando en una cubeta. Es posible que la mayoría de los filósofos no crean ser cerebros en cube-tas. Pero no se trata de que lo creamos sino tan sólo de admitir que no es posible tener la certeza de que no lo somos. El problema es que, si realmente somos un cerebro en una cubeta (simplemente no podemos descartar la posibilidad), todas las cosas que creemos conocer del mundo serían falsas. La mera posibilidad parece minar nuestras pretensiones de conocimiento acerca del mundo exterior. ¿Existe alguna forma de escapar de la cubeta?
Los orígenes de la cubeta
El clásico y elocuente relato moderno del «cerebro en una cubeta» lo urdió el filósofo norteamericano Hilary Putnam en su libroRazón, verdad e historia (1981), pero el germen de la idea se remonta mucho más atrás. El experimento mental de Putnam actualiza una historia de terror del siglo (el genio ma-ligno —
malin génie —, convocado por el filósofo francés René Descar-tes en sus Meditaciones de 1641). El propósito de Descartes consistía en edificar el conocimiento humano sobre fundamentos inquebrantables, para lo cual adoptó la «duda metódica» (desechaba cualquier creencia susceptible del menor grado de incertidumbre).
Tras señalar el carácter engañoso de nuestros sentidos y la confusión propia de los sueños, Descartes llevó su «duda» hasta el límite: «Debo suponer ... que algún genio maligno inmensamente poderoso y astuto ha dedicado todas sus energías a engañarme. Debo pensar que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las formas, los sonidos y todas las cosas externas son meras ilusiones oníricas que este genio ha inventa-do para cautivar mi juicio». Entre los escombros de sus antiguas creencias y opiniones, Descartes vislumbra un solo punto de certeza —el cogito — en el que fundar de un modo (aparentemente) seguro la reconstrucción que se ha propuesto como tarea. Desgraciadamente para Putnam y Descartes, aunque ambos están haciendo de abogado del diablo —al adoptar posiciones escépticas para frustrar el escepticismo—, a algunos filósofos les ha impresionado más su habilidad para plantear el atolladero del escepticismo que sus pos-teriores tentativas para salir de él. Apelando a su propia teoría causal del significado, Putnam intenta mostrar que la escena del cerebro en una cubeta es incoherente, pero a lo sumo parece conseguir mostrar que de hecho un cerebro en una cubeta no podría expresar el pensamiento de ser un cerebro en una cubeta. Efectivamente, demuestra que el estado de ser un cerebro envasado es invisible e indescifrable para el espíritu, pero no está claro que esta victoria semántica (si lo es) consiga resolver el problema relativo al conocimiento.
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